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Todos merecemos una ciudad un poco mejor que la que tenemos. Y cuando ya somos cuatro mil millones los humanos que las habitamos, no es extraño que cada día susciten mayor atención. La urbe se expande bulímica y no parece conocer límite su despliegue vertiginoso. Entenderlas se ha convertido en una empresa desmesurada. Pero nosotros no queremos escribir como lo hacen los geógrafos o los sociólogos. Vamos a medirnos con lo obvio: sólo con lo que (nos) pasa y muy poco con lo que pasa. Queremos subrayar lo experiencial antes que lo experimental.
Las ciudades son un artefacto colosal que regula, modula, condiciona y asfixia, pero que también amplia, extiende, potencia o multiplica nuestras posibilidades. Es prácticamente imposible escapar a su ubicuidad e influjo. Pero siendo entes tan cercanos, nos han enseñado a tratarlas como si fueran volcanes o mares, como si nada pudiéramos hacer para modificarlas. ¿Debemos seguir habitándolas…
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